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Quizá este sea el primer recuerdo que tengo de lo que serían nuestros encuentros, o al menos eso creía en aquella época.

A veces me gustaría que estas historias fueran hijas de mi imaginación.

Supongo que no depende de mí vivirlas

Vista desde la casa. 2018

Las imágenes fueron sacadas de mis archivos.

Tenía cinco años cuando me contactó por primera vez.

Era verano.

 Habíamos ido en la camioneta roja, escondidos en la caja de carga, porque boca arriba era más divertido y así podíamos jugar con las nubes sin que nadie nos viera. 

Para llegar a la casa se cruzaban ocho kilómetros sobre tierra blanca.

 El campo era mi lugar favorito en el mundo.

 El silencio,

los sonidos de los demás animales,

el aire fresco por la mañana,

el cielo estrellado que bailaba con los cuerpos,

la cocinita a leñas,

el agua del pozo (y no asomarse hasta ser mayor),

el terreno adornado por los espinillos,

alambrados que había que cruzar con cuidado de no rajarse la espalda,

kilómetros que cruzábamos a pie con cuidado por si no aparecía un yaro (y sin usar rojo por los toros que te observaban al pasar),

los              en la noche,

los teros en la tarde,

los gansos al amanecer…

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 Esa adrenalina,  esa experiencia sensorial que pasaba a convertirse en mi única realidad.  Una soledad en donde hasta lo más trivial valía oro.

 Esa realidad que tuve que dejar atrás.

Vista hacia el este

Aljibe de la casa

Vista hacia el oeste

 Eran las fiestas, lo que significaba que iba a llegar el rejunte de parientes. Ese domingo sabía que iba a ser distinto, en Navidad todo el mundo se esforzaba por demostrar tradiciones que no terminaba de entender, hacer cosas que nunca hacías con gente que no conocías. Por qué, me preguntaba.

 No me gustaba la idea para nada. Prefería el silencio y esa comodidad que solo encontraba conmigo.

 A eso de las seis de la tarde nos fuimos a tomar mate al medio del campo, en ese entonces no me gustaba el mate, pero tuve que ir igual.  El horizonte maravillaba con los colores y eso me consolaba. Llevamos tortas fritas calentitas y nos instalamos en ronda con el pasto picándonos las patas. Los mas chicos observábamos como de costumbre, en la quietud del paisaje.

 La conversación se volvió interesante cuando empezaron a imaginar qué habría más allá del alambrado, en los montes entrerrianos que no se oían pero intimidaban a la distancia. Surgieron toda clase de teorías, fantasías que solo ahí se podían crear. Empecé a escuchar con atención.  

 Ahora sí, pensé. Amaba las historias

acá empezó todo

Paréntesis
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 Siempre tuve la facilidad de imaginar realidades paralelas, escuchar detenidamente los sonidos y potenciar todos los sentidos. Pero lo que siempre fascinó mi experiencia terrenal fue aquella habilidad de instinto, de sentir las energías circundantes. Tanto que a veces se volvían un acto de predicción, y con esto confieso que gran parte de mi vida fue una tortura.

 A esa edad no podía ponerlo en palabras, por eso creo que cada vez que rememoro estas historias suelo vivirlas con más intensidad, como si acabaran de suceder.


 Esa tarde sentí como si un viento fuerte me agarrara por la cintura, susurrando algo que me era imposible descifrar,
como si fueran muchas voces intentando dar un solo grito. Me quedé hecha un tronco porque ningún pasto se movía, solo a mi me estaba pasando. No dije nada, esperé a que la impresión se me fuera. Y justo cuando empezaba a relajar los músculos, la escuché.
                 - dijo con una voz dulce. Pero mi sensación fue otra.

 Lo dejé estar, aguantando las lágrimas, pidiéndole que se fuera. Hasta que el mayor de los primos preguntó:

 ¿Qué es eso? Sssh che, escuchen.

 La charla se interrumpió, con gestos de incomprensión en el medio. Pero escucharon en silencio, al principio parecía formar parte de la historia. Hasta que la voz empezó a hacer eco en las paredes del campo, cada vez más clara, cada vez más cerca, cada vez más fuerte.  Sentí un poco de alivio, pero la tarde ya estaba nublada de miedos. Mis primos empezaron a levantarse sin saber hacia dónde mirar, uno empezó a correr, otra le siguió y así hasta que la ronda quedó vacía y llegar a la casa se volvió la carrera de mi vida. Los más chicos quedamos últimos, me acuerdo que corría al lado de mi primo Joaquín. Pero, a esa altura, yo ya intuía que había algo más.

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la casa

 La corrida fue macabra, el reloj dejó de correr y algo quería agarrarme de los tobillos, como provocándome. Me caí en el camino, pero enseguida me compuse, en un momento pensé que iba a ganarle.

 Vino lo peor. Decidió finalmente agarrarme las piernas y dejé de respirar.

 

 Creo que hubiera preferido salir rodando por los pastizales, en cambio, el tiempo se nubló y todo se fue borrando hasta convertirse en manchas, y cuanto más me esforzaba más parecía doler. El sonido murió, a excepción de los latidos. 

 Creo que fue la primera vez que sentí el miedo de la muerte.

 Esos segundos que fueron una eternidad solo para mí, en algún momento frenaron y llegué a la casa con la garganta seca.

 Cuando contamos el cuento se rieron, como era de esperarse. Me acuerdo que nos olvidamos todo lo que habíamos llevado, nadie quiso volver porque el sol ya se estaba poniendo, así que prometieron ir por la mañana.

 Intenté dejar que la sensación pasara pero a medida que se acercaba la madrugada más parecía olerla. Me puse triste. En esos años no tenía control sobre lo que me pasaba, era como estar en un cuerpo desconocido y sentirte una criatura extraña.

 Después del brindis quise irme a dormir, solo pensaba en despertarme con el gallo de las cinco para comer torta asada con la abuela.
En aquellas épocas dormíamos cuatro o cinco en una cama, o nos repartíamos entre los huecos que se encontraban entre las paredes de barro, así que miedo no se solía pasar. Esa noche me costó dormir, siempre suponía que era el rosario gigante que colgaba de la pared de la abuela y que solía intimidarme en noches de invierno.
En plena madrugada desperté en un charco de agua, con los pies helados. El viento del campo era medio traicionero así que me levanté a cerrar la ventanita de al lado de la cama.

el baño

 Podría explicarles lo que vi, no lo que sentí.

 Un par de bolas rojas me miraban al otro lado del marco de madera. Salté a la cama y me tapé hasta la cabeza.

 Y así estuve toda la noche, escondida como termita, con el cuerpo tieso entre las sábanas; sin poder cerrar los ojos pero no queriendo ver nada.

 A eso de las cinco, cuando la claridad ya empezaba a mostrarse y el vapor del aliento me había moqueado la nariz, escuché a mi abuela prendiendo la cocina a leñas. Disparé hacia allá, guiándome por la luz que entraba de las hendijas, hacía unas horas venía aguantando el pichí.

 La abuela ya estaba amasando y calentando agua para el mate. Le pedí papel higiénico y me acuerdo que me dijo

 Mija, cuidau con el pozo - como siempre nos los recordaba a pesar de que el pozo ciego estaba detrás del baño.

 Para mear había que salir y rodear la casa hasta el pajonal. A esa altura el alivio me tenía despreocupada, me encantaba el amanecer casi a punto, cuando todo se podía ver pero el sol todavía no alumbraba. El tío ya estaba sacando a las ovejas y los gansos se escuchaban dispersos entre el campo. Le sonreí a esa melodía mientras los pollos me rodeaban las patas y los animales caminaban por ahí.

la abuela en la cocina

el campo, un día

 Fue cuando la vi, allá a lo lejos. La figura que caminaba más allá del alambrado, con un ropaje que parecía el mismo viento. No sé como, pero sé que me miraba. No tuve el impulso de irme, quizá porque estaba muy lejos o porque así me salió reaccionar. Pero cuando se frenó, sentí una punzada en el pecho y ahí fue cuando empezó a caminar hacia mí. No podía moverme, tampoco llorar. Escuché algo que no era su voz, mientras traspasaba los alambres, parecía un niño que me tocaba la piel.

 Cuando los rayos del sol tocaron la tierra fue que desapareció, así, sin más. 

 Después de eso, creo que me hice pis encima y por eso no llegué al baño. Poco recuerdo de lo que siguió, como si mi energía con el mundo se hubiera apagado. Seguramente la abuela me prestó unos trapos y después me calentó la leche. 

 Con el tiempo me olvidé y no tuve intenciones de entrar en detalles. Hace poco, en una reunión de familia,  mi hermana despertó el recuerdo de aquella tarde y veinte años después sentí lo mismo, como si hubiera estado esperando el momento. La diferencia es que las experiencias me han enseñado a combatir los miedos.

 En otra de las reuniones mi vieja se acordó de la historia de los ojos rojos en la ventana.

 Es la vieja que me vigila, había dicho la abuela.

 

 A esa vieja yo la conocía. 

 Después de veinte años, el miedo se ha convertido en curiosidad. Sobre todo desde hace unas noches, cuando esos ojos rojos aparecieron de nuevo en mi ventana.
Me pregunto si sin querer te llamé o siempre has estado conmigo, observándome, hasta que ese algo que quiero descubrir te hizo despertar.
Pensaba que era cosa de la casa.
Ahora creo que me querés a mí.

Presiento que nos volveremos a ver.
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